Breviloquium
Jesús, verbo de Dios hecho carne
En esta quinta entrega, concluimos las etapas de la historia
de la salvación expuestas en el Catecismo
de la Iglesia Católica (nn. 54-67). Tomamos de San Juan de la Cruz su
enseñanza sobre la revelación de Dios en Jesús y la invitación a tener un
encuentro personal con Jesús. Todo lo que hemos dicho apunta, finalmente, a
este objetivo. Llegamos primero a experimentar la bondad de Dios y luego nos
adentramos en su conocimiento.
San Juan de la Cruz comentando Hebreos 1, 1-2, afirma: «porque [Dios], en darnos, como nos dio a
su Hijo, que es una Palabra suya —que no tiene otra—, todo nos lo habló junto y
de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar» (Subida del Monte Carmelo 2, 22, 3:
Madrid, BAC, 1960). Dios Padre, que desde siempre ha hablado al hombre de
diversas maneras, en la plenitud de los tiempos, ha enviado a Jesús, su Hijo,
como Palabra definitiva: «Y la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre
nosotros» (Jn 1, 14). Cuanto queremos saber sobre Dios, Jesús nos lo ha
revelado.
A Felipe le ha dicho: «El que me ha visto a mí ha visto al
Padre» (Jn 14, 9). De esta forma, Jesús le dice al apóstol y a todos los que se
acercan a Él, que si alguien quiere ver a Dios tiene que verlo a Él. Jesús «es
a un tiempo mediador y plenitud de la revelación» (Constitución dogmática Dei Verbum 2).
Después de la primera alianza que hizo Dios por medio de Moisés
en el desierto, el pueblo de Dios cometió muchas infidelidades y transgredió
dicha alianza, por eso era necesario que Cristo se convirtiera en «mediador de
una nueva alianza» (Hb 9, 15). Y esto
porque Dios «no quiere que ninguno perezca, sino que todos lleguen a la
conversión» (2 Pe 3, 9). El pecado no
tiene la última palabra, sino la gracia que Dios siempre dispensa generosamente
para toda la humanidad.
En este sentido, hay que prestar atención a qué voz se presta
atención. Hoy como en tiempos de los apóstoles, «hay algunos que los confunden
y quieren cambiar el Evangelio de Cristo». Por tal motivo, san Pablo advertía
severamente a los cristianos de Galacia: «Y si nosotros o cualquier ángel del
cielo les anunciara un Evangelio contrario al que les hemos anunciado, ¡maldito
sea!» (Gal 1, 7-9). La preocupación
por la salvación que está de por medio, urgía al apóstol al empleo de un
lenguaje enérgico y directo. Sabía, pues, que «el mismo Satanás se disfraza de
ángel de luz» (2 Cor 11, 14), y es
muy probable que sin el debido discernimiento, se caiga en sus trampas y se
pierda la salvación.
Con similar ánimo, san Juan de la Cruz amonestaba: «el que
ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no solo
haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente
en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad» (o. c. 2, 22, 5). Por tanto, hay que prestar toda la atención a la
palabra de Jesús tal como nos lo manda Dios: «Este es mi Hijo amado:
¡escúchenlo!» (Mc 9, 7).
Es voluntad de Dios, entonces, «que todos se salven y lleguen
al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2, 4). La carta a los Hebreos expone que Jesús, «por la gracia de Dios,
experimentó la muerte en beneficio de todos» (2, 9). A partir de su muerte en
cruz, la Iglesia nace de su costado por la sangre y el agua que de él brotan.
Ella tendrá la misión encomendada de anunciar a todos los hombres la pasión,
muerte y resurrección de Jesús, y por la gracia del bautismo hacer hijos
adoptivos de Dios a quienes crean en Jesús y se conviertan.
Para concluir esta serie, quiero invitarte, amable lector, a
que descubras la presencia de Dios en tu vida. La historia de salvación no es
una teoría, es una invitación a descubrir la presencia amorosa de Dios en la
propia vida. El Señor quiere establecer una alianza contigo, una relación
personal y en comunidad con otros hermanos que también han hecho esta alianza
con Dios por medio de Jesús. Abre tu corazón al amor y a la salvación que Dios
quiere obrar en ti.
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