Breviloquium
Magisterio eclesial, marco de la teología
26 de junio de 2022
Hacer teología implica una búsqueda radical por la verdad y, al mismo tiempo, una profundización en la fe recibida. Este ejercicio requiere, por necesidad, unos límites que le permitan mantener su identidad cristiana, pero sin sacrificar el entusiasmo por seguir comprendiendo cada vez más y mejor el misterio de la revelación de Dios.
El objetivo que perseguimos en estas líneas es comprender el papel del Magisterio de la Iglesia en el ejercicio de la teología, partiendo de una noción sobre su naturaleza, avanzando a la forma de su ejercicio en la Iglesia y reflexionando sobre su necesaria interpretación y actualización, para obtener un acercamiento a su realidad eclesial y teológica.
Como primer punto, ¿qué es el Magisterio eclesial? La Comisión Teológica Internacional apunta que «se llama Magisterio eclesiástico la tarea de enseñar, que pertenece en propiedad, por institución de Cristo, al colegio episcopal o a cada uno de los obispos en comunión jerárquica con el Sumo Pontífice» (Magisterio y Teología [1975], Tesis I). Hay que subrayar la importancia del último aspecto enunciado: la comunión con el Sumo Pontífice, «cum Petro et sub Petro» (cfr. Decreto Ad gentes, 38).
Sin embargo, el fundamento es más profundo, se asienta en dos principios. El primero es Cristo, como revelación última de Dios en la historia. El Padre ha dicho todo lo que tenía que decir en Cristo Jesús, después de él ya no se ha de esperar otra revelación pública (Hb 1, 1-2). La Iglesia es la presencia actual de esta palabra última en la historia, tanto en el orden de la gracia (sacramentos) como en el de la verdad (doctrina). Por ende, la autoridad doctrinal de la Iglesia se asienta en este fundamento que es Cristo mismo.
El segundo principio es el Espíritu Santo, que con su acción garantiza la presencia de Cristo en la Iglesia, guiándola, conduciéndola y asistiéndola a la verdad plena (Jn 16, 12-13). De aquí que el Magisterio «evidentemente, no está sobre la palabra de Dios, sino que la sirve, enseñando solamente lo que le ha sido confiado, por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo la oye con piedad, la guarda con exactitud y la expone con fidelidad, y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como verdad revelada por Dios que se ha de creer» (Dei Verbum, 10).
Si como se ha visto, Cristo es el centro del Magisterio de la Iglesia y el Espíritu Santo es quien actualiza esta presencia en el transcurso de la historia, ahora es justo preguntarse ¿cómo este se ejerce en esa misma historia?
La primera respuesta es a través del triple ministerio de Jesús: kerygma (anuncio), liturgia (culto) y diakonía (servicio). En cada una de estos ministerios el Magisterio es ejercido pero sin ser absolutizado, su función es ser fiel a lo recibido y estar vinculado con la fuente por medio de la sucesión apostólica. Los fieles ejercen, en este sentido, un «sensus fidei fidelium» (sentido de fe de los fieles) que garantiza una enseñanza indefectible, sin defecto; los obispos, en cambio, en comunión con Pedro, ejercen un magisterio infalible, que no falla.
Con todo, el Magisterio del colegio episcopal y el del Sumo Pontífice tiene diferentes grados de asentimiento de la fe y de la inteligencia. Juan Pablo II presenta esta gradación en Carta apostólica en forma de motu proprio «Ad tuendam fidem» (1998): Infalibe, definitivo y no infalible. De modo que frente a una declaración del Magisterio, sea crucial una adecuada interpretación y actualización que atienda a: 1) la intención y forma de expresarse, 2) el momento histórico y el marco de la Tradición, y 3) una actualización cordial.
La labor del Magisterio, como se puede apreciar, no es la totalidad de la vida cristiana ni de la teología, pero en sentido positivo, sí es la ratificación del contenido real de las mismas. Asistido por el Espíritu Santo, interpreta y vigila que la revelación de Dios se siga anunciando con fidelidad a su origen divino y sucesión apostólica, a todas las generaciones de cristianos.
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