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El hombre como microcosmos

Breviloquium

El hombre como microcosmos

12 de junio de 2022


          La concepción del hombre a lo largo de la historia ha oscilado entre propuestas unívocas y equívocas, es decir, entre posturas naturalistas que buscan explicar al hombre desde la ciencia, especialmente la biología, y posturas culturalistas que consideran al hombre como un producto de la cultura sin tomar en cuenta su aspecto natural.

          Nuestro concepción del hombre, la antropología filosófica que queremos presentar de manera sintética, concibe al hombre como microcosmos, una categoría muy apreciada por los medievales, pero que hunde sus raíces en la filosofía griega, y que es recuperada actualmente para lograr avanzar el conocimiento del hombre sin caer en esencialismos o historicismos, es decir, en términos heideggerianos, conjuntar el ser y el tiempo.

          El tratamiento del hombre como microcosmos lo encontramos en Juan Escoto Erígena, para él el hombre contiene en su ser todas las creaturas (universam creaturam). Alcanza desarrollos prominentes en los canónigos de la abadía de San Víctor a través de su lectura alegórica y espiritual de la Biblia. En la época medieval madura, San Buenaventura afirma que esta categoría es la más adecuada para hablar del hombre como el compendio perfecto de todo lo creado. Santo Tomás de Aquino de igual manera recoge esta idea.

          Así se puede ver en la idea del microcosmos, más que una definición esencialista o historicista, una definición analógica. En ella se toma en cuenta la noción de ser humano tanto univocista (sustancialista) como equivocista (relacionista). De tal modo que en esta idea, el hombre es comprendido como compendio del macrocosmos o síntesis de todo el universo, puesto que en su ser contiene los principios minerales, vegetativos, animales y espirituales, es, en pocas palabras, imago mundi e imago Dei. Lo primero es metafísico, lo segundo teológico.

          De todo lo dicho, se desprende que el hombre es al mismo tiempo metonimia y metáfora del cosmos, resumen y representante del mismo, está entre la identidad y la diferencia, es análogo. Hay en él un aspecto biológico y otro simbólico, pero desde una postura hermenéutica, sobresale lo segundo. De aquí que Cassirer defina al hombre como animal simbólico.

          En su dimensión metonímica, el hombre se descubre limitado, descubre pronto «situaciones límite» (K. Jaspers) como la muerte, la enfermedad, el fracaso, la pobreza, etc. Psicoanalíticamente, corresponde al principio de realidad. Esta dimensión por ser cierre o limitación, constriñe y busca encontrar su aspecto sustancial, unívoco.

          Por otra parte, la dimensión metafórica del hombre habla de sus símbolos, aquellos que lo expanden o distienden. El símbolo, más que dar qué pensar (P. Ricoeur), da qué vivir (M. Beuchot). Sin embargo, el símbolo tiene dos caras: la del ícono y la del ídolo (J. L. Marion). Uno remite a su significado, el otro retiene, pide quedarse en él, así, si el símbolo deja de cumplir su función de conducir, se convierte de ícono en ídolo. Y aún más, si el hombre se asume como ícono del cosmos, se abre al otro, se hermana con todo; si por el contrario se asume como ídolo se encierra en sí mismo, lo enmascara.

          Un tema que no se puede dejar escapar en el estudio del hombre es su aspecto religioso, que se enmarca su dimensión metafórica, relacional. Como partícipe en su ser del reino espiritual, al igual que los ángeles y el mismo Dios, en el hombre está la huella o vestigio del Creador; en la visión judeo-cristiana se le reconoce como imagen de Dios (imago Dei).

          Con todo, desde una perspectiva filosófica solo se apunta al hecho de que el hombre, como intermediario entre lo material y lo espiritual, es capaz de Dios (capax Dei) y puede elegir elevarse a lo más alto del espíritu (conversio ad Deum) o rebajarse a algo inferior (conversio ad creaturam).

          En suma, el hombre como microcosmos, comprende la dimensión ontológica y narrativa, sustancial y relacional. Posee la dimensión metonímica y metafórica que lo limita y que al mismo tiempo lo expande, inclusive hasta llegar a contemplar a Dios. Esto, finalmente, como quista consciente y responsable de su libertad.

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