Breviloquium
Dios, ¿objeto de la teología?
13 de marzo de 2022
Cuando de estructurar un discurso sobre Dios se trata,
después de reflexionarlo un rato, siempre queda la pregunta sobre la
posibilidad de hacer objeto de una ciencia a Dios, en otras palabras, ¿es
posible hablar de Dios como objeto de la teología? Si es posible, ¿no lo
reducimos a una proyección personal? Algo así como un deseo de que Dios se
ajuste a mi manera de concebirlo. Por el contrario, si la respuesta es
negativa, entonces, ¿no podemos decir nada al respecto de Dios? Expresiones
tales como “Dios es amor”, “Dios es bueno”, “Dios es malo”, “Dios no existe”,
en realidad no estarían diciendo nada real, puesto que si afirmamos o negamos
algo de Dios, estamos, en último término, reduciendo la idea de Dios una
concepción subjetiva.
En el terreno de la teología cristiana, esta problemática en
torno a cómo hablar de Dios surgió en la época patrística y escolástica (ss.
IV-XVI), pero se mantiene aún en nuestros días. Pero antes de hablar de algunos
términos que se han empleado para hablar de Dios, especifiquemos las dos categorías
claves para abordar el objeto de la teología. Una es la de la «revelación» y la
otra es la de «fe». La primera nos permite articular palabras y obras, y por lo
mismo, funge como principio objetivo del conocimiento teológico; la segunda manifiesta
el momento de la acogida de esa revelación divina, por lo cual se comprende
como principio subjetivo.
Ahora bien, la fe no es posible intervenirla de manera
objetiva, lo que se interviene son las afirmaciones o negaciones sobre Dios, o
en palabras más técnicas, los juicios que elaboramos sobre Dios, y esto solo es
posible en el campo de la revelación.
El término «revelación» no figura en toda la Sagrada
Escritura, al igual que el término «teología», la acogida de ambos términos ha
sido lenta y tardía su aplicación. Pero es posible encontrar el contenido de la
revelación en la expresión «Palabra de Yahvé» en textos de la Ley, los profetas
y los sapienciales en todo el Antiguo Testamento. En el Nuevo Testamento, con la
encarnación del Hijo de Dios, nos encontramos ante la revelación plena de Dios
y, al mismo tiempo, su ocultamiento. Quienes vieron y oyeron a Jesús, estaban
viendo y oyendo a Dios, pero paralelamente, a otros pareciera que ese mismo
Dios que se estaba revelando, se les ocultó. Jesús será quien nos revele a Dios,
quien quite el velo sobre la divinidad, y nos afirme que Dios es Padre y es Espíritu
Santo en comunión con Él.
Así Jesús es, a la vez, revelación y ocultamiento de la
divinidad. Como afirma obispo-teólogo Bruno Forte: «Dios siempre se manifiesta
en el ocultamiento». Actualmente, la teología católica, ha acuñado tres
términos para hablar de la revelación de Dios: 1) «palabra de Dios», expresión que en su ambigüedad nos habla de
Jesús como Palabra de Dios, y como Sagrada Escritura; 2) «misterio», Dios comunicándose radicalmente pero que el hombre no
alcanza a comprenderlo plenamente; y 3)
«Persona veritatis», expresión de San Agustín para manifestar que a partir
de Él comprendemos todo lo que antes y después de su primer venida Dios ha
dicho, la consecuencia será entrar en amistad con Dios por medio del Hijo.
Vayamos cerrando esta breve reflexión apuntando que aún en
nuestros días, la revelación de Dios es un tema que sigue estudiándose, y un
avance sustantivo lo marco el Concilio Vaticano II, al entender la revelación
como una comprensión de Dios histórica, dinámica, cristológica, personal y
trinitaria, en contraste con lo afirmado en el Vaticano I, como un conjunto de
verdades doctrinales.
En resumen, Dios no es un objeto sin más de una ciencia, Dios es un alguien, un sujeto, una persona; como hemos visto, lo que se hace objeto son los conceptos que utilizamos para aproximarnos a esa realidad que nos excede, que entra en relación familiar con nosotros y que quiere introducirnos a su reino de paz, justicia y gozo.
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