Breviloquium
La promesa del Padre
El profeta Jeremías anuncia, a manera de una Ley nueva, el
don del Espíritu Santo: «Esta será la
alianza que yo pactaré con el pueblo de Israel después de esos días —oráculo
del Señor—: pondré mi Ley en su interior y la escribiré en sus corazones. Yo
seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jer 31, 33). Un tiempo más adelante,
Dios, por medio de Ezequiel, afirma: «Yo
les daré un corazón indiviso e infundiré en su interior un espíritu nuevo.
Arrancaré su corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que cumplan
mis leyes y observen mis normas. Así las pondrán en práctica y serán mi pueblo
y yo seré su Dios» (Ez 11, 19s). Dos profecías que, aparte de subrayar la
promesa del Padre, dejan ver una realidad existencial muy clara: solo es posible
vivir de acuerdo a la Ley de Dios, animados por el Espíritu Santo.
A los Apóstoles y discípulos, antes de que Jesús ascendiera
al Cielo, les promete el envío del Espíritu Santo. «Yo enviaré sobre ustedes lo que mi Padre les ha prometido. Ustedes,
por su parte, permanezcan en Jerusalén hasta que sean revestidos de la fuerza
que viene de lo alto» (Lc 24, 49). Esta promesa se cumple diez días después
de su ascensión al Cielo, en la fiesta de Pentecostés. San Lucas describe esta
escena narrando que «la casa donde se
encontraban se llenó con un ruido parecido a un viento impetuoso que venía del
cielo y se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se dividían y se
posaban sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y
comenzaron a hablar en diferentes idiomas, según como el Espíritu les permitía
expresarse» (Hch 2, 1-4).
La prueba de que efectivamente se cumplió la promesa de la
venida del Espíritu Santo, fue que a partir de ese día, todos los que fueron
bautizados con este mismo Espíritu, cumplieron sin demora y con mucha valentía
el ser sus «testigos en Jerusalén, en
toda Judea, en Samaría y hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8). Aquí
una vez más se hace patente de forma existencial, los efectos de la presencia
del Espíritu Santo en la vida del cristiano: el testimonio con palabras y obras
de la vida cristiana, por la que se ha optado, e incluso hasta dar la vida como
lo hicieron los Apóstoles, los primeros discípulos y los que hoy en día no
temen perder su vida por el Reino de Dios.
San Pedro inmediatamente después de recibir el Espíritu
Santo, ante los miles de peregrinos reunidos en Jerusalén, anuncia a Jesús
muerto, resucitado y glorificado; conmovidos preguntaron a Pedro y a los demás
apóstoles qué debían hacer, a lo que respondió que tenían que convertirse,
bautizarse en nombre de Jesús para el perdón de sus pecados y así poder recibir
el Espíritu Santo que «fue prometido a
ustedes, a sus hijos, a todos los que están lejos y a todos los que el Señor,
nuestro Dios, quiera llamar» (Hch 2, 39).
La misión de dar testimonio de Jesús en el todo el mundo, se
lleva a cabo dando frutos y desarrollando los carismas del Espíritu Santo. Los
frutos (Gal 5, 22s) son los signos de santidad que el Espíritu obra en nosotros
haciéndonos semejantes a Cristo; los carismas (1 Cor 12, 4-11), por su parte,
manifiestan la presencia viva de Jesús y construyen la comunidad cristiana. Frutos
y carismas, entonces, son los signos de la acción del Espíritu Santo en la vida
del cristiano y de la presencia de Jesús en medio del mundo.
Hoy la invitación es que, en actitud de oración, en la
intimidad de tu cuarto o en una Iglesia cercana, pidas una nueva efusión del
Espíritu, con tus propias palabras. Pide a nuestro Padre Bueno que envíe sobre
ti, en nombre de Jesús, el Espíritu Santo. Él, con sus dos manos que son el
Hijo y el Espíritu quiere abrazarte con todo su amor, hacerte su hijo y
restaurar toda tu vida. Lo que no has podido mejorar en tu vida con tus propias
fuerzas, ahora con su gracia lo podrás lograr. Experimenta el amor de Dios en
tu vida.
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