Breviloquium
Jesús, Señor de mi vida
¡Jesús está vivo! Es el grito de todo aquel que ha tenido un encuentro personal con Jesús. ¡Jesús está vivo! Era el anuncio de las primeras comunidades cristianas. ¡Jesús está vivo! Es la verdad que la Iglesia comunica en todo tiempo y lugar, porque sabe que «si Cristo no resucitó, entonces vana es nuestra proclamación y vana la fe» (1 Cor 15, 14). Pero hay aún más, esta Buena Noticia no termina de arraigarse hasta que Jesús sea Señor tu vida.
Jesús, después de su resurrección, fue constituido Señor
todo: «Dios me ha dado toda autoridad en
el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18). Pero esta autoridad no la ejerce a la
manera de los gobernantes de las naciones que «los dominan con tiranía y los poderosos abusan de su poder», por
el contrario, Jesús deja claro que «quien
quiera ser importante que se haga el servidor de los demás», así como Él,
el Hijo del hombre, que «no vino a ser
servido, sino a servir y dar su vida en rescate por todos» (Mc 10, 42-44).
Observamos, por lo tanto, la manera en que Jesús ejerce su señorío: sirviendo.
Desde esta clave, comprendemos mejor, cuando en la divina
revelación, los textos nos hablan de la potestad de Jesús dada por el Padre, y
reconocemos con mejor luminosidad su señorío. San Pablo afirma que Dios le ha
otorgado «el Nombre que está sobre todo
nombre, para que, ante el nombre de Jesús, caigan de rodillas todos los seres
del cielo, de la tierra y de debajo de la tierra, y toda lengua confiese:
“¡Jesucristo es el ‘Señor’!”, para gloria de Dios Padre» (Fil 2, 9-11). En
pocas palabras, Jesús ha sido constituido Señor de todo lo creado, de lo
visible e invisible y todo el universo está bajo su señorío.
Los diferentes evangelistas nos dan constancia de ello al
narrar los milagros de Jesús sobre la naturaleza y los mismos demonios. Sus
discípulos se conmocionaban al ver su señorío y se preguntaban entre ellos «¿Quién es este que hasta el viento y el mar
le obedecen?» (Mc 4, 41); sin embargo, siendo Señor de la creación y
obteniendo de ella una obediencia inmediata, hay una obra de su creación que no
ha querido someterla de la misma forma que a los seres irracionales, porque la
ha hecho a su imagen y semejanza, hablamos del hombre.
Jesús ante quien todo se somete, ha querido que el hombre
libre y voluntariamente haga la opción de hacerlo Señor de su vida. Esta
libertad a mí y a ti nos ha llevado a alejarnos de Él, inclusive, proferirle
toda clase de blasfemias; pero Él nos ha asegurado que «se les perdonarán a los hombres todos los pecados y cuantas blasfemias
digan» (Mc 3, 28), porque nosotros no somos diferentes de aquellos que lo
acusaban de estar poseído por un espíritu impuro. ¿Cuántas veces no hemos
afirmado categóricamente que ha sido el causante de todas nuestras desgracias?
Sin embargo, ha venido para salvarnos y recuperar lo perdido por nuestra
desobediencia a su palabra.
Si lo reconocemos como Señor de nuestras vidas, el orden
original de Dios en nuestra vida se reestablecerá. Si las cosas, las personas,
los ídolos o nosotros mismos hemos querido usurpar el trono de Dios en nuestra
vida, y hemos comprobado que nos ha llevado a un abismo sin fondo, hoy es el
día para regresarle a Jesús el lugar que le corresponde en nuestra vida.
Para ello es necesario proclamar a Jesús con la boca, porque «si confiesas con tu boca que Jesús es el
Señor y crees con tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás
salvado» (Rom 10, 9). Esta confesión abarca todas las áreas de la vida, es
decir, no es una proclamación superficial, sino fruto del convencimiento de que
queremos que Jesús sea el Señor de toda nuestra vida. Por ello, a sus
discípulos y a la gente que le seguía les previno de una superficial confesión
de su señorío: «No todo el que me dice:
“¡Sí, Señor!”, entrará en el Reino de los cielos, sino el que haga la voluntad
de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7, 21).
Jesús, como hemos visto, no quiere solo ser reconocido como
alguien vivo, quiere vivir reinando en tu corazón. Te invito a que dediques
unos momentos y, en oración, lo confieses como Señor de tu vida, que a partir
de hoy le entregas el control absoluto de tu vida y que como María, quieres ser
su servidor para que se cumpla en ti su Palabra. «Dios es amor» (1 Jn 4, 8) y su reinado es de amor y servicio.
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